No me la preguntó_
No me la preguntó.
La pregunta que siempre hace. La que hace primero. La más importante.
Se resistió a preguntarla sin decírmelo. Y me di cuenta de que ya no aguantaba en darle la respuesta.
La discusión del precio de las cosas en mi familia ha sido el pan de cada día. Contarnos los precios de los hoteles en nuestros viajes le deja al otro saber el tipo de hotel al que fuimos, el grado de esfuerzo que le metimos a esa inversión y de alguna manera el grado de diversión que tuvimos.
El precio del coche señaliza cómo vamos en nuestra chamba, el precio del regalo que recibimos de alguien, cómo le está yendo a esa persona en la suya, el precio del pollo en vez de salmón, el grado de esfuerzo que hacemos para economizar y por lo tanto vivir prudentemente.
En casa aprendí a fijarme en los precios y por eso me acuerdo de todos. El suéter que traigo puesto, por ejemplo, lo compré hace más de 20 años y le costó a mi mamá 17 dólares. No recuerdo la ciudad en la que estaba, las emociones que traía ese día, mis planes de vida, pero nunca olvidaré el precio. Como el de estos jeans, como el de la cena de hace tres noches, o el pan de esta mañana. Cuando voy al baño en los restaurantes voy sumando en mi cabeza los precios de los platillos. Cuando llega la cuenta, yo ya la tengo hecha.
Pero esta vez no me la preguntó.
Algo está cambiando.
Una cosa es el respeto de no meterse en la intimidad del otro -aunque él se sabe todos mis números-, otra es inclinar la conversación como muchas veces hacemos hacia temas de precios y presupuestos, y otra es empezar a señalizar que la dinámica familiar, lo que nos es importante en esta vida, no puede medirse únicamente con los precios de las cosas.
Al cambiar las preguntas que nos hacemos entre hermanos, o en este caso, las preguntas que nos dejamos de hacer, les estamos diciendo a nuestros padres y abuelos:
Gracias. Crecí en el privilegio gracias a ustedes y nunca me ha faltado nada, pero quiero encontrar otra forma de vivir.
Porque la cara que me imagino de mis ancestros al decirles los precios de las cosas que hoy pago, no solo es una cara de sufro-contigo-porque-la vida-es-cara-y-difícil, también es una cara de no-estoy-seguro-de-que-merezcas-esta-abundancia y de ten-cuidado-porque-se-acaba.
En mi familia aprendimos que detrás de cada cálculo, de cada presupuesto, de cada archivo en mi cerebro sobre el precio de las cosas, hay mucha prudencia para vivir sin deber dinero, para tener ahorros, para saber que el dinero no compra toda la felicidad, pero también aprendimos, más como condicionamiento que como una lección que nos hayan dado de manera directa, que siempre hay que estar a la defensiva del mundo.
En estos días de adaptación a un nuevo sistema de precios y estilo de vida en el que me encuentro, he notado las sensaciones físicas de mi cuerpo cuando tengo que comprar leche o pagar el metro: siento como si hubiera leones atacándome. Como si todo el mundo, a través de sus precios, conspirara para lastimarme.
Me pasé varios metros sin pagar.
Ahora el reto, la posibilidad, la esperanza, es transmitir esta alfabetización económica a mis descendientes sin la carga emocional que vengo arrastrando por generaciones. Saber cuánto cuestan las cosas es una gran habilidad, pero dejar que el costo de las cosas determine el valor de la vida, es la mayor discapacidad.
Por supuesto que hay un grado de dinero que da seguridad. Pero no hay grado de dinero que me haga sentir seguro. Por eso escribo. Por eso rezo. Por eso cojo con lujuria y como con gula. Le enseño al cuerpo a merecer, a sentir placer, a sentir pertenencia. A sentir suficiencia.
Si mi sistema nervioso ha evolucionado para relajarse cuando mis familiares me cuentan los precios de las cosas que compran, cuando compro algo en descuento, o cuando algo me sale más barato de lo presupuestado, ahora tengo que enseñar a mi sistema nervioso a descansar también en la incertidumbre de los tipos de cambio, al llegar a la fila del súper sin saber cuánto costaron las alcachofas y al dejar de meterme a la tarjeta de mi esposa para ver cuánto le costó el termo para su café. Y si el de color negro era más barato que el rojo que ella eligió.
Es con el cuerpo y no tanto con palabras que quiero decirles a mis ancestros: Gracias, siempre gracias, pero también, mi mejor forma de agradecerte no es a través de mi nivel de vida, de los hoteles que hoy pago, sino de la sensación que está ahora en mi cuerpo de que no hay leones, de que confío, de que estoy completo.
Por eso ahora me dan más ganas de abrazar a mis hijas -que suelten su cuerpecito con un suspiro en los brazos de su padre-, que de educarlas para que se la pasen haciendo sumas.
Ni mi hermano ni mi hermana me preguntaron el precio.
Y entonces hablamos del sabor, del color, del privilegio, de la magia de poder conectarnos con la certeza de que un número jamás podrá hablar de quiénes somos.
Algo está cambiando.
Y la imagen que tengo de mis ancestros, también.