El amor en los tiempos de IKEA_

En la primera, casi nos divorciamos y ni estábamos casados. Yo no sabía ni poner un foco. Llegamos en camión después de más de una hora de viaje y todo el camino me pregunté cómo íbamos a transportar lo que apenas compraríamos. Eso fue lo que repetí cada vez que sacaba otro de los objetos que ella metía al carrito. O más bien a la grúa que te dan para que subas tu casa entera antes de llegar al check out.

Hubo gritos y lágrimas y silencios incómodos.

Llegamos a casa exhaustos y al subir los cuatro pisos de escaleras con el par de bolsas que compramos, me di cuenta de mi error: no estaba tan grave cargar cosas.

Regresamos al día siguiente y ahora sí: el escritorio LAGKAPTEN, el buró MALM, el espejo KRABB con cajón EKBY para que ella pudiera guardar sus aretes. El clip para colgar las toallas PÅLYCKE, las repisas de succión para el shampoo TISKEN, el pizarrón de corcho FLÖNSA donde por seis meses pegamos las tarjetas de los restaurantes que visitamos y la lámpara de noche ÅRSTID.

Este departamento venía semiamueblado, el total de las dos visitas fue de $700 dólares.

Años después volvimos. Esta vez había que amueblar y equipar el one bedroom apartment desde cero. La primera noche dormimos en un colchón. No había toallas, ni shampoo, ni cortina de regadera, ni salero, así que ni tuvimos que hacer una lista de faltantes. Fueron $2,600 dólares, incluyendo el tapete STOCKHOLMque después le vendimos a mi hermana y sus amigas cuando se mudaron a unas cuadras de nosotros.

IKEA te enseña a ubicarte en las dimensiones de la vida de una forma u otra. Usualmente sin flexómetro. Te acuestas en el piso de lo que se va a convertir en la sala y mides más o menos cuánto es de pared a pared, así cuando llegas a la tienda te vuelves a acostar en el piso para ver si el sofá cabrá o no. Mides las cosas con tus brazos, o vas gallo-gallina con tus pies para calcular tu comedor, tu escritorio, tu clóset.

El error de ese año fue claro: lo barato sale caro. En vez de comprar el taladro por $25 dólares, compré el kit de desatornilladores manuales por $15 y nos pasamos tres días enteros armando cada cajonera MALM, la base de la cama LYNGÖR, el escritorio MICKE y el sofá cama FRIHETEN. Si te brincas uno de los pasos de esos bellos instructivos sin palabras, tal vez tengas que deshacer todo lo hecho. Nadie te enseña que antes de apretar los tornillos tienes que colocarlos suavemente para que todo quede alineado. Nadie te enseña que lo tienes que hacer con calma, que lo tienes que disfrutar, que cuando le dices a tu pareja que te sostenga mientras tú cuelgas algo en la pared, estás aprendiendo a observar, a comunicar, a amar.
En la prisa de tener el mueble hecho, es fácil olvidar que sucede algo más.

El Showroom es la novela de amor, el Marketplace la realidad.
Arriba todo es más calmado, las parejas van de la mano, ven la cama de los hijos y sueñan con algún día tenerlos, arroparlos, contarles un cuento antes de apagar la luz. El hombre se acerca a a ella por la espalda mientras ella se imagina lavando los platos en su nueva cocina y él la abraza por atrás y le besa la nuca.Después el kit de jardinería le hace soñar al hombre que algún día cultivará flores, cuidará plantas y se enamorará de la vida simple al regar con la regadera ÅKERBÄR de $5.99.

Pero el Marketplace confunde. A los tres minutos de caminar por el laberinto, ya no sabes si pagar $2 dólares por un escurridor de trastes es poco o mucho. Ya no sabes qué hacer cuando se acaban los kits de cuatro cuchillos SNIITA a $5 dólares y ahora te da codera pagar por los que venden por separado por $1.49. Te confunde la gente que parece saber a dónde va, pero que, como tú, también está perdida. Corriendo porque la vida se acaba, aun cuando para muchos está empezando. Como la madre que acompaña a su niña que ahora va a ir a la universidad y eligen juntas la cobija que pondrán sobre la cama que la cobijará lejos de casa.

En IKEA son tan genios que ese caos seguramente está diseñado. Los dueños monitorean los niveles de cortisol, adrenalina, serotonina y dopamina en tiempo real y diseñan los estímulos visuales, auditivos y espaciales para jugar con ellos y replicar lo que sucede en la realidad. Esto nos hace comprar más. Porque IKEA es la realidad. No todo en tu experiencia de compra debe de ser idílico. Eso te saca de la sensación de quién crees que eres y tal vez no consumirías igual. La escasez que sientes en la tienda se parece a la escasez que sientes en Instagram, en la calle, cuando hablas con tus amigas. Y entonces necesitas otro bote de basura FNISS de $1.99.

Si el Showroom te hace imaginar una identidad ideal que va más allá de posesiones materiales, el Marketplace te hace cuestionar si de verdad tienes un lugar en esta vida.

Es imposible que ningún pensamiento existencial cruce tu sistema cuando tienes que ir a contraflujo hacia la sección de cocina porque se te olvidó el servilletero. ¿Quién soy?, ¿qué hago aquí?, ¿de qué se trata este juego?, ¿dónde están los pinches servilleteros?, ¿qué me falta?, necesito estabilidad, ya me quiero ir, denme comida.

Ingvar Kamprad lo entendió rápido y con el pretexto de llevar la cultura sueca a todo el mundo hizo un McDonald’s dentro de sus tiendas. Un espacio para recargarte con albóndigas y puré de papa, Coca-Cola y ese salmón con eneldo que parece sano pero también es ultraprocesado. Empaquetado para comerlo por $5.99 y quedarte con ganas de más.

Pero el descanso ayuda y aunque las sillas no son las más cómodas, tienes un espacio para respirar y observar a los otros locos que corren por su vida.

Paul Preciado dice que “IKEA es al arte de habitar lo que la heterosexualidad normativa es al cuerpo deseante”. Se refiere a nuestra cultura que estandariza formas de vida que terminan siendo cárceles, desde nuestra sexualidad hasta la identidad. ¿Quién no siente que algo de su sexualidad está acartonada? ¿Algo de su identidad limitada?

Aun con tantas aparentes opciones -como cuando en Starbucks estandarizan la personalización de tu café- el arte de vivir se ha confinado a lo que la maquinaria ha predeterminado para ti.

Todos estos productos, que se venden igual en Bangladesh que en Nueva York, que compran los ricos y los pobres, no los superricos ni los superpobres, pero los de en medio, te dejan preguntando mientras te terminas tu rol de canela, si estás viviendo o no en la realidad. Todos estos productos, a pesar de su solidez material, a pesar de que pronto estarán en tu casa y serán tuyos, contribuyen a una sensación generalizada de falsedad. Aquí está esto, y sin embargo, nadie lo hizo realmente para mí. Aquí estoy yo y sin embargo no sé si soy mi propio creador. Si tengo posibilidades de pensarme fuera de este laberinto.
Lo dudas aún más cuando un hombre de tu edad, color, complexión, vestimenta y cantidad de hijos se sienta despuesito de ti en el escritorio que estás por comprar y te pregunta como si le estuviera hablando a su clon: “está un poco chico ¿no?”

Quiero hablarle a Ingvar Kamprad para decirle que ponga espacios de meditación en medio de sus tiendas.

Normalizar la pausa, el descanso, el respiro sin mayor estímulo. Dar un espacio para que voltees a tu alrededor y disfrutes la pelea de tus hijas para definir el color de las sábanas DVALA, el enamorarse de una caja DRÖNA que después pintarán con plumones, verlas haciendo sumas, aprender de medidas, aprender los voltajes de un foco. Si ir a IKEA en pareja expone los límites de la relación, ir con hijos te hace dudar si esto es lo que realmente querías.

Por eso se regresa a IKEA. Al encontrar los mismos productos sin importar el lugar o el tiempo en el que te encuentras en tu línea de vida, puedes medir cómo tu relación con el dinero, con tu pareja, con los objetos, con el estrés y con la impermanencia, ha cambiado o no.

Cuando vas a IKEA a equipar otro espacio para vivir, necesariamente te estás convirtiendo en alguien diferente. Y al mismo tiempo estos condicionamientos que afloran en el laberinto te muestran que eres exactamente lo mismo: Terminarás de comprar y por un segundo te sentirás pleno, luego, a los 10 minutos, o al desempacar la bolsa en casa, o al cerrar la compu si haces un pedido en línea, regresarás a la misma sensación de siempre: “algo me faltó”, “hubiera comprado otra cosa”, “me hubiera comportado de otra manera”.

Por eso, la diferencia en cómo se vive el Showroom y el Marketplace pone en evidencia lo que quiero seguir haciendo con mi vida: sentir lo que siento en el piso de arriba mientras transito lo mejor posible el piso de abajo. 

Y para ello -en contra de las reglas del mercado de hoy y de estos locos que corremos por nuestra vida- no hay que cambiar nada: El beso en la nuca imaginario del Showroom, se ha convertido y se convierte, año tras año, mudanza tras mudanza, en un beso aún mejor en el Marketplace.

En medio de este pasillo tan concurrido por la civilización, el amor sucede.
En medio de tantas cosas que se mueven tan rápido, el beso simboliza y encarna nuestra mayor apuesta: ahora estamos aquí. Disfrutamos juntos este laberinto antes de que todo y todos terminemos en la basura.

 

Por cierto, la última tanda de IKEA nos tomó tres visitas y tres pedidos en línea por $1,400 dólares. Algo nos llevaremos a nuestro siguiente destino y seguro, por fin, compraremos nuestro librero KALLAX.

 



Victor Saadia