Animal de Poder_

Mis amigos los tienen bien identificados: uno es un lobo que aulla y se conecta con la fuerza sigilosa del canis lupus. Otro es un búho que ulula hasta el amanecer. También están el zorro, el halcón, el león. Animales que les traen fuerza, determinación y valentía.

Cuando a mí me preguntan, más allá de sonar interesante, o porque realmente haya pensado la respuesta, digo que soy un caracol. Que quiero ser un caracol.

Nunca he tomado una clase sobre gasterópodos. No sé bien cuánto viven, ni qué comen, ni cómo tienen sexo, si son monógamos o polígamos, veganos o paleo, si hay masculino o femenino, si son sociales o solitarios.

Lo único que sé es cómo saben. Con su mantequilla y su ajo saben a gloria. Me como seis, doce, dieciocho. A veces hasta antes de que me traigan el plato fuerte. Y aún, me encanta la idea de ser caracol, quien lleva su casa a cuestas, quien cuando se aburre del mundo o se cansa del otro o se agobia con las noticias o con la cantidad de WhatsApps o con su adicción a los shorts de YouTube, se enrolla y se mete a su casa que lleva en la espalda. Y esa concha que le queda grande, lo cobija. Y entonces el pequeño se siente suficiente dentro de ese espacio ínfimo e infinito.

Cuando vienen épocas de cambio -siempre estamos en cambio, pero hay épocas que se sienten más que otras-, mis amigos acuerpan poder, astucia y confianza en la manada, al evocar a sus animales de poder. Mamíferos sólidos y evolucionados, guapos inclusive, mientras yo, que necesito esas mismas cualidades, las evoco también, con menor obviedad, al pensarme, al saberme en mi calidad de caracol. Esto no me lleva a la autosuficiencia -no hay tal cosa en la naturaleza ni en la vida- pero sí sentirme suficiente en mi simplicidad magnánima. Como el ermitaño que medita en las montañas y no baja hasta que sabe que es suficiente y no necesita la comprobación del otro. No digo ser tal, pero me gusta la idea de meterme tanto en mí mismo como en mi mundo, ausentándome de él, y así me llega alguna claridad.  

Y el tiempo. Oh, el tiempo. El caracol se detendría en ese “oh” suficiente tiempo para saborearlo antes de pasar a la siguiente palabra y a la siguiente y a la siguiente. Oh.

Después de haber trabajado, y sigo trabajando, en mi escasez de cuerpo, de sexualidad, de dinero, de identidad como hombre, padre, esposo, empresario, llego irrevocablemente al gran trabajo de la escasez de tiempo. Esa voz incesante por debajo de todo lo que hago. No tengo tiempo. Hay algo mejor que podría estar haciendo. Ya quiero que acabe esto que tengo hambre. Tengo sueño. Ya me aburrí. Ya quiero volver al coche porque dejé ahí mi computadora y quiero ver si no me la han robado. Siempre el otro momento, el otro, el otro. 

Por eso añoro la viscosidad con la que se arrastra por la tierra y empalaga todo con su baba. Deja rastro de que el tiempo se alarga, de que no hay tanta prisa por dejar su espacio de tierra atrás, de no hay tanto que ver en la velocidad, y mucho más que ver en la lentitud, que no es necesariamente quietud.    

El caracol no dice: detente.
Solo dice
aquí ya está todo. Saboréalo.
  

Empapa todo de ti. Empápate del mundo

del eterno presente que siempre está,
aunque insistes en estar en otra parte.

Tú no lo sabes, sabe, dice, siente el caracol,
pero hay un infinito
entre este espacio de tierra,
entre este espacio de tiempo,
y el siguiente.  

Aun cuando me lo como sale del horno a tal temperatura que tengo que desconcharlo con calma, reposarlo al costado en su baño de mantequilla con ajo, tomar un pequeño pedazo de pan, un sorbo de vino, y lenta y sensualmente llevarlo a mi boca para masticarlo a la temperatura perfecta y saber,
y sentir,
y saborear,
y tener
y soltar
la eternidad del presente.

Puedo apostar que los pilotos de Fórmula Uno saben a lo que me refiero. Para poder trabajar a tal velocidad uno tiene que saber existir a baja. Me parece que el caracol, no sé cómo porque nunca ha avanzado más rápido que un metro por hora, lo sabe perfectamente. Lo sé, perfectamente.

El caracol corre por su vida. Corre por la vida. Pero lo que para otros es lento, para él, y solo para él, es bastante. Porque basta.

No es glorificar la lentitud en contra de lo velocidad, es dejar de vivir como si una excluyera a la otra. Como si no pudiera, de hecho, debo, dictar el paso al cual me atrevo a vivir mi vida interior.

Cuando el caracol se mete a su cueva no necesariamente se aísla del mundo o se protege. Aprendió que en su concha está el mundo. Ahí están sus padres cuidándolo y dándole leche. Sus hermanos y amigos lo abrazan y sonríen. Ahí están todos. Si no, no sería su verdadera casa. Y por eso cuando sale de su concha y está con ellos en un restaurante, en una sala de televisión, en un cuarto de hospital, se les pega y los llena de baba.

Uno pensaría que el caracol lleva su casa consigo pues dentro lleva sus muebles, su librero entero, su almohada, sus cables, sus discos duros con sus fotos, sus chamarras de varios colores y así tiene todo dispuesto para cuando lo requiera. Pero el caracol lleva poco en su casa. Uno o dos libros, los indispensables y los más recientes, sus audífonos inalámbricos, su computadora y su antifaz para cuando el mundo hace mucho ruido. No tiene más.

La casa, nómada o sedentaria, nunca tiene demasiadas cosas. Porque la casa, grande o pequeña, hecha con millones o con pocos, siempre ha de sentirse ligera. O más bien, uno debe de sentirse ligero dentro de ella. La ligereza es la emoción que debe de predominar cuando uno está en casa y se la lleva a otras partes. Es lo único que permite al caracol soportar la pesadez del mundo exterior.

Dentro de todo, no es que el caracol tenga la vida resuelta. Lo que tiene, por lo que se esfuerza, es por vivir con gracia. A ras del suelo.
Su gracia es contentarse con lo que tiene enfrente, con las pequeñas memorias que ha ido acumulando y contentarse con todo aquello que jamás verá, tocará y conquistará.
A veces, aventarle toda mi baba a la mantequilla y al ajo, es ver, tocar y conquistar todo lo que es más grande que yo.

A ras del suelo me digo y acuerpo mi poder.

Victor Saadia