Peleas a golpes y leucemia_

La única persona con la que me he peleado a golpes en mi vida murió de leucemia.
Esto sucedió hace más de 20 años.
La pelea, cuando teníamos 12, su muerte, alrededor de los 15.  

Primero de secundaria no era un ambiente fácil. Mi primer día en ese grado fue también el primero de muchos que entraban a tercero de prepa y que, por lo mismo, tenían el derecho, si no es que el mandato transgeneracional, de tomar la cafetería escolar y zapear a todos los que se atrevían a comprar unos molletes.

Por los casi 40 alumnos que entramos por primera vez a esta escuela en primero de secundaria, éste fue el momento en que la generación casi duplicó su tamaño y muchos de nosotros estábamos en una especie de shock. 
Nuevo ambiente, sistema y reglas de convivencia entre niños que apenas empezábamos a encontrar algún tipo de identidad y a experimentar la explosión hormonal. 

La homogeneidad con la que habíamos vivido la primaria comenzaba a estratificarse a través de las marcas de ropa, la visibilidad de tus músculos, pechos o barros faciales, si fumabas, y lo cercano que eras con los y las “populares”. 

Supongo que en todas las escuelas siempre hay un grupo de niños que organiza las peleas. En sexto de primaria yo conté con cierta protección porque uno de los organizadores era mi amigo y me dejaba estar en la parte alta del granero de la granja donde podía verlas desde arriba.

Pero al llegar a secundaria ya no había granja. Y había más niños con los cuales pelear. 

A todos les tocaba. Y sin importar si eras flaco, indefenso y adverso al tema como yo, los organizadores siempre te pareaban con alguien de complexión similar. Una pelea entre David y Goliat no es tan entretenida, bueno, la de la Biblia sí porque el final es inesperado, pero en secundaria los 20 minutos de recreo eran mejor aprovechados si la pelea estaba más pareja. 

A mí me parearon con Eduardo porque era igual de flaco y débil que yo. Desde hacía varios días me había llegado el rumor de mi contrincante así que pasé algunos recreos escondido en el baño para evitarlo. Al no saber pelear, tenía miedo de que me metan la madriza de mi vida, no de golpes, sino de humillación. Pero un día, terminando la clase de música, no me dio tiempo de irme al baño y lo inevitable sucedió. La banda completa entró justo en el momento en el que el profesor salía y la pelea comenzó antes de que me diera cuenta. 

También terminó rápido. Recuerdo un agarrón desesperado de camisas que me estrangulaba, un pie mal puesto en el piso que me hacía perder mi equilibrio y uno o dos golpes desesperados que bastaron para sacarle un poco de sangre y ser declarado vencedor. 

Pero no hubo júbilo. Ni hasta hoy lo hay. De hecho, creo que ni siquiera sentí alivio. Bueno, sí, alivio por saber que esta pelea me exentaba por un rato de otra pelea más, aun sabiendo que ésta no me había subido demasiado en la jerarquía social ni me había hecho ganar inmunidad para el futuro. 

Eduardo murió pocos años después. No era mi enemigo. El episodio se olvidó pronto y cada quien tuvo que lidiar con sus bullies de diferente manera. Tampoco fue mi amigo cercano, pero no todos los días un compañero de la secundaria desaparece de la faz de la tierra. Yo no fui a su entierro, no recuerdo que esa haya sido una opción a mis 14 o 15 años y tampoco sé cuántos de nosotros habrán ido. Lo que nos tocó como parte del duelo y acorde a la tradición judía, fue ir durante una semana a rezar a casa de sus papás. Nuestros padres nos dejaban en el lugar de rezo en las mañanas y luego un camión nos llevaba a todos a la escuela. Un rito de paso que nadie nos explicó y solo sucedió. Como tampoco nadie nos explicó por qué Eduardo había muerto de cáncer. 

Y ahora entiendo por qué. Porque no existe explicación.

Si bien todo es un recuerdo distante y borroso, y lo único que recuerdo es la cara demacrada de los padres que recibían condolencias de cientos de personas por haber perdido a su bebé, tal vez mi convencimiento de que los procesos de duelo son necesarios y útiles, se plantó en esa semana. Recuerdo los ojos sumidos de su padre y la cara blanca y despeinada de su madre. También que en medio de la Amidá, un rezo que se hace de forma individual en voz baja, erguido sobre dos pies de frente al oriente, una lágrima pesada y redonda cayó sobre las páginas de mi libro de rezo donde estaba leyendo la plegaria en hebreo. No recuerdo la emoción, pero sí la lágrima. Tal vez era una lágrima de tristeza, de enojo, de perplejidad. Tal vez fue una lágrima que reflejaba la conexión con lo divino al sentirme tan desesperadamente chiquito ante un mundo tan grande e incomprensible. Estaba parado con mis dos pies en el suelo, pero tal vez fue la primera vez que sentí que el suelo no es tan sólido como me había acostumbrado en mis primeros años de vida.

Tal vez fue una lágrima de coraje embotellado por ver que alguien igual de flaco y débil que yo fue invadido por un ejército de cangrejos diminutos que contaminaron su sangre hasta estrangularlo. Tal vez fue recordar que no podía esconderme en el baño y que el miedo siempre me va a estar acechando y que, si he tenido la suerte de haber sacado algunos golpes, éstos no me van a dar inmunidad. 

Tal vez ahí se plantó mi miedo por el cáncer. Mi aversión a la palabra leucemia. La perplejidad e inmovilidad con la que recibí de otros dos compañeros de generación sus diagnósticos de hodgkin pocos años después. Tal vez ahí se plantó la necesidad, o la imitación, de correr lo más posible de este tema. Correr de este sinsentido haciendo como si no estuviese. Correr cuando oyes los rumores de que pronto te tocará a ti. Correr de la gente a la que le acaban de dar el diagnóstico y que con la que hasta ese momento no tenías problema en comunicarte, pero ahora no puedes más que expresar banalidades y palabras huecas. Correr perpetuamente como forma de sobrevivencia.

En la sombra del cáncer, las palabras de la Amidá pueden ser superfluas, pero la postura erguida, parado en dos pies y viendo el sol de frente tiene algo de sentido. Más cuando tienes el privilegio de que una lágrima redonda y pesada caiga frente a ti.

La verdad es que pienso recurrentemente en Eduardo. Hace más de 20 años que no lo veo, más de 20 años que no me hacen pelear con él. Pero aquí me sigo peleando para entender de qué se trata todo. Intimidación. Miedo. Agresividad. Pérdida. Duelo. Espiritualidad. 20 años y sigo sin saber si soy David o soy Goliat. Sin saber cómo acabará la pelea y sin saber tampoco si lo que estoy viviendo es una pelea, una carrera, o una competencia de mantenerse erguido, en silencio y parado en dos pies sobre un suelo que no deja de moverse.

Victor Saadia5 Comments