Derviche Forastero_

Sábado. 8:37 pm. Un coche negro. Tráfico. Gotas de lluvia en la ventana y ruido de calle. 2 km/hr y alto. Un semáforo, luego otro. Las luces de otros coches se quiebran en las gotas de lluvia. Respiraciones lentas pero cortas y continuas. ¿A dónde voy?

Voy al aeropuerto de Sabiha, en el lado asiático de Estambul, para tomar el avión hacia Konya. Voy peregrinando a ver la tumba de Rumi. Como se peregrina a Meca, a Jerusalén, a Santiago de Compostela. A casa de mi abuela a comer un sábado por la tarde.

Dar la vuelta al mundo primero en Didi, luego avión, camión, tren. Luego a pie, me subo a un taxi, otro aeropuerto, otra noche en un hotel. Dar la vuelta al mundo para llegar.

Me despido de la familia y solo en la agonía de partir es cuando exploro las profundidades del amor. Las caras de mis hijas se desvanecen, su aroma se pierde con la luz de la noche y en las gotitas húmedas y frías que hacen ríos en mi ventana negra.

Este viaje está en mi To-Do List, pero no. Realmente está en mi To-Feel List.
Sentir el halo de Rumi y los Derviches. Sentir el silencio de su mirada cerrada, el soplo de viento que despiden sus faldas al girar más rápido que el reloj, la pausa al pisar el freno, como el de este tráfico infernal de la ciudad más poblada de Europa.

A veces el tráfico recuerda la dificultad y la gloria de vivir en una encarnación humana. A veces lo recuerda esta música de mis oídos. Flautas sufis y pianos barrocos que esconden un misterio indecible. Una velocidad estática. Un infinito negro.

Cruzamos el puente intercontinental, un colgante que une la gran Europa con la aún más grande Asia. El taxímetro avanza, la vida avanza, ¿Qué dirá ese número cuando llegue a mi destino? ¿Cuánto de ese número podré negociarle al taxista? No que le baje al precio, solo que siga avanzando porque no quiero llegar. El destino es la tumba.
Mejor písale. Aquí es como en México, la policía no te para si vas a 180 km/hr.

El conductor no ve el mapa, pero yo sí. Estas son tierras extrañas, extraño mi casa, mi idioma, mis muertos. Se me cierran los ojos, aún me estoy acoplando al jetlag. Dormito un rato y cuando los abro noto que vamos a 300 km/hr. Esta me suena más a ser la correcta velocidad de un peregrinaje. Dejar atrás las creencias, la casa, volar de ellas y arriesgar la vida para llegar a otra casa, otra religión, otro mundo donde yo no soy yo. Donde hablo farsi, árabe, náhuatl tal vez.

Ahora me entra una videollamada. Es Marion mi hija desde el Estado de México un sábado cualquiera a las 11 de la mañana.
¿Qué haces papi? ¿Estoy peregrinando, y tú? También.
Pero no me pela mucho, prefiere la pantalla grande que tiene enfrente con sus shows mal doblados al español. Mejor que oiga la versión en farsi.
Pásala bien mi amor, hablamos luego.

Pienso en esta procesión de ondas electromagnéticas que salen de mi celular, van a la gran antena de Estambul y de ahí al espacio. Un satélite que cuida del planeta y manda estas ondas al celular de mi esposa en la mano de mi hija. Si estas notas pueden viajar tan lejos en el espacio, estoy seguro que también pueden viajar estas distancias en el tiempo. Después de mi muerte. Después de que mi taxi se detenga.

Y esto me hace pensar que en la carta que le escribí a David, no puse la última interacción que tuvimos. Tres días antes de su muerte estábamos en Valle de Bravo por un puente nacional. El plan era quedarnos todos hasta el domingo, pero el sábado, cuando yo iba de camino al establo, vino David y se despidió de mí y de Isaac.
Isaac dijo: que te vaya bien.
Yo le di la mano y cuando ya se había alejado unos diez metros en dirección a su coche, sintiendo que se estaba yendo de forma un tanto prematura del viaje familiar, le dije: si decides regresar, aquí estaremos.
Solo me sonrió. Esa fue nuestra despedida. Tal vez la mejor.
Aquí estaremos, David.
Y sé que en estas ondas electromagnéticas, los satélites nos siguen cuidando.

Para vivir en este mundo, dice Mary Oliver, debes de ser capaz de hacer tres cosas:

amar lo que es mortal;
sostenerlo
contra los huesos sabiendo
que tu vida depende de ello;
y, cuando llegue el momento
dejarlo ir,
dejarlo ir.

 

Ahora pasamos rapazmente por un Centro Comercial, escribo para retener este momento, y cuando el momento llegue, dejarlo ir.

A 300 km/hr es fácil. El tiempo y el espacio se colapsan. Las gotitas de lluvia hacen líneas fugaces en mi ventana, la luz del Centro Comercial me recuerda que aunque mis ojos son pequeños, pueden ver cosas enormes. 

Nunca me ha interesado ir a ver tumbas. Pero la de Rumi sí. Me remonto a las historias que me contaba Maru de sus peregrinajes. Yo quiero ser la historia. Allá voy. Porque lo único que importa es que tan rápido hago lo que mi alma dicta.

Pero en el aeropuerto las personas se ven normales. No se ven en peregrinaje como yo. No los veo poniendo atención a las sutilezas de estar vivos y despiertos. Tal vez no saben que Rumi murió en su tierra. Tal vez ignoran lo que sucedió enfrente de sus narices hace 800 años. Tal vez su viaje espiritual será venir a México, porque piensan, como yo, que lo sublime usualmente no sucede en tu propia casa. O tal vez estos mismos son los Derviches que veré mañana girar en danza estática de conexión divina. Los derviches también se visten de jeans y no dejan de observar su pase de abordar preguntándose en que fila tienen que formarse. Como yo, el derviche forastero.

Mi app del clima dice que mañana amanecerá a 5 grados. Nunca me imaginé a Rumi escribiendo a esta temperatura. De hecho, dicen que no escribía, sino que hablaba espontáneamente y sus alumnos y seguidores transcribían esas palabras efímeras y las fijaban en papel. Como yo trato de hacer ahora, imprimiendo en pantalla el sueño que tuve un sábado por la noche a las 8:37 pm. No solo fijarlo, sino compartirlo. Tener algo que recordar de ese sueño, de esa velocidad, de esa no-comunicación con el taxista que no dejaba de acelerar porque él también quería llegar a casa. Acelerar y escapar de la muerte, pero no.

Rumi decía que hay miles de formas de arrodillarse y besar el suelo. A mí me encantan las mezquitas porque son alfombradas y no hay sillas. Te tienes que sentar en el piso y así es más fácil postrarse y besar el suelo para besar a dios. Todos entramos descalzos para que no se ensucie la alfombra y para que no pretendamos que los zapatos nos separan de los dioses. Y a ellos de nosotros.

Quitarnos los zapatos nos recuerda que siempre seguiremos caminando, aunque no haya a dónde ir. Caminamos y morimos en círculo. Como los derviches que giran con el reloj, los derviches que son el reloj del tiempo.

Al principio me dio miedo ir a 300 km/hr, pero ya me acostumbré. O tal vez me di cuenta que todo el viaje está sucediendo en mi cabeza. Un taxi, unos jeans, un celular, el boleto de entrada para la tumba de Rumi, la audioguía, los zapatos guardados. Estos solo son objetos, el alma es lo que anima todo, el alma que a veces también vive en la cabeza.  

Me siento frente a la tumba.
Es una tumba. Hermosa, pero sigue siendo una tumba.
Y Rumi no está ahí. Rumi está en el soplo de viento dentro de esta mezquita y en el soplo de viento fuera de ella. De hecho, él decía que todos somos flautas huecas y la música pasa por nosotros. Por eso velo su cuerpo, porque por ahí pasó su música.

Los demás peregrinos lloran, rezan, se postran. Yo me pongo mis AirPods y medito un rato. Escucho la flauta, escucho sus poemas. La gente me ve de pasada como extranjero -no me veo como ellos-, pero saben que ésta también es mi casa. Las tumbas son casa de todos.

Y me siento feliz. Esto es lo que hay que hacer en las tumbas. Soy un hombre de Bosques de las Lomas que también tiene sus sentimientitos, también quiere sacralizar su existencia, también quiere creer que es más que unos jeans y un celular.

Ahora escucho a Shawn Mendes y Lady Gaga. La vida es fúnebre pero también un concierto de rock. Sebastián Yatra se llevaría bien con Rumi. Aunque no estoy seguro de Bad Bunny.

Si alguien en 800 años pasa por mi tumba y está escuchando el nuevo álbum de los Rolling Stones, que sepa que le estaré sonriendo y cantando al unísono. Start me up. Gimme Shelter. Paint it Black. Play with Fire. Anybody seen my baby?
800 años nos separan pero todos seguimos buscando lo mismo. Tú con tinta y pergamino, yo con iPhone y AirPods.

El hombre a mi lado lleva una hora rezando y llorando. Yo escucho mi música. El piensa en sus muertos y su muerte. Yo en los míos y la mía.
Me postro en el suelo.
Bailar y postrarse: no conozco mejor destino que este.

Los derviches giramos desde la nada y esparcimos las estrellas como polvo en el firmamento.
Como las llantas de los taxis que nos llevan a los peregrinajes, como los caballos de fuerza que nos permiten acelerar a 300 km/seg.

De pronto, ya estoy en casa. Todo el viaje un sueño. Como la vida. Como la muerte.

Victor Saadia